Por Carlos Torres
Se nos fueron haciéndose difíciles las palabras. “Son antiquísimas y recientísimas, viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada” decía Pablo Neruda.
Se fueron desgastando algunas, otras se volvieron hostiles, otras se transfiguraron, otras cobraron nuevo significado, otras fueron abandonándose con el paso del tiempo. Ni siquiera los diccionarios de las bibliotecas de las escuelas remiten al mismo significado a la hora de definirlas. Sin embargo nacimos para crecer y morir en un mundo creado de una vez y para siempre, fijo e inmutable.
El valor de la palabra empeñada, el casamiento de una vez y para siempre, ¿por qué se habrían de robar si no es de ellos?, el Banco que siempre cumple, el club del barrio como lugar seguro, la confianza en el policía de la esquina, el soportarlo todo por amor, los hijos que venían con el mandato de cuidar a los padres cuando lleguen a viejos, la madre que amenazaba con el “ahora vas a ver cuando llegue tu papá”, la solidez de las instituciones que se pasaba de generación en generación, la espada y la venda de la justicia como garantía, la irrefutabilidad de la religión, cómo va a salir bueno si es del barrio…
Cuando creímos que sabíamos todas las respuestas la vida nos presentaba nuevas preguntas. Había que estudiar para ser “alguien” en la vida ¿acaso desde el mismo hecho de ser humanos ya no nos habíamos convertido en “alguien”?.
¿Venís hoy?. Tengo mucho trabajo han dicho por allí. Algo no parece congruente en el diálogo. La respuesta del segundo interlocutor no corresponde con los términos en que ha sido formulada la pregunta.
¿Tenés fuego?. Sí
Tuvimos mucha instrucción pero aún nos cuesta la negociación del significado que resulta necesaria para la construcción del sentido. Podemos creer que hemos preguntado bien, podemos creer que no nos respondieron adecuadamente, podemos preguntar con la intención de demandar una información, podemos responder gramaticalmente bien pero pragmáticamente en falta.
“Muchas personas piensan que están pensando, cuando en realidad lo que están haciendo es reacomodando sus prejuicios” sostenía W. James. Y obviamente sosteniendo su machismo, su homofobia, su transfobia, su xenofobia.
Hay responsabilidades en lo que se comunica. Incluso con la impunidad al aire como en muchos progamas radiales del medio. Allí reina un “todismo” del todo vale, que todo puede ser susceptible de ser tratado caseramente sin especialistas, porque desde estas lógicas se considera no imprescindible consultar cuando los temas son “generación de cristal” y el divagar a la carta, cuando confundir violencia escolar con violencia en la escuela aparece casi como anedcótico, cuando se explayan sobre la juventud- como consumidora de cultura desde los bordes- pero raramente sobre la juventud como prosumidora de cultura y así por delante.
¿Para qué prestigiar el uso de la palabra si la premisa del momento es degradarla?. Porque después de todo lo dicho y escuchado queda siempre esa sensación que debe ser cierto si en la tele o en la radio lo dicen.
En esa todología hay un vario pinto en todo aquello que se expresa. La escasez llamando a la escasez , la abundancia en cambio siempre en dubitativa espera.
Hilachas de palabras buscando en vano conectarse. Exhibición de un regodeo pueril del sociolecto presente en el habla de quienes participan al aire. Floreo de sentencias como verdades absolutas.
Responsabilidad afectiva es ser consciente de que lo que hacemos o decimos tiene consecuencias y debemos asumir nuestra responsabilidad.
Así como un hijo no necesita que su mamá o su papá se tatúe su nombre o su fecha de nacimiento. Necesita más bien que se hagan cargo de él. De la misma manera necesitamos hacernos cargo de nuestras palabras, cuidarlas, protegerlas en su resonancia transpirada de sentidos. En su viaje de interpretación hacia esa “otredad” que no es buena ni mala sino simplemente “otra”. En las incomodidades del camino para tratar de ligar un “universal” absoluto con un “particular” situado.